viernes, 9 de noviembre de 2012

Basado en hechos reales: Málaga, 20 de Agosto de 2011


Volviendo hacia el caluroso zulo, después de horas de parranda, litros y humo, sentí las rodillas débiles y las plantas de los pies doloridas. A mi vera los mismos pasos hablaban... hablaban de algo... quizá reían también. Mi mente no alcanzaba a hacer el esfuerzo por comprender, estaba en un estado liviano, casi dormida, mientras mi cuerpo se resignaba a la mala vida. Una baldosa, tres baldosas, una caca. Baldosa roja, baldosa blanca. Voces, incluso voces dialogantes capaces de bailar en un flujo continuo y acompasado. Palabras que caminaban con nuestros pies. Pies que miraban al fondo de la ciudad deseando que surgiera de entre los edificios el lugar donde reposar. Silencio también, y luego más charla.

Un león en mitad del camino. ¡¿Qué digo?! Sí, sí,  un león de cuatro patas, de los de la selva. Era gigantesco y hermoso, su piel brillaba con distintos matices a la luz de las farolas mientras sus frías garras arañaban las baldosas en un movimiento lento y contundente. La pura escena me estaba poniendo los pelos de punta ¡un animal salvaje paseando en soledad lejos, muy lejos de la que pudiera ser su casa! Mis órganos, antes agotados y olvidados, se revitalizaban al sentir este escalofrío punzante penetrar por todos los poros de mi cuerpo, hasta la coronilla. Me pareció despertarme de un antiguo letargo, pero no tenía tiempo de lavarme la cara. El león se dirigía hacia nosotros. Miré a mis amigos y sorprendentemente ninguno se inmutó, parecían en una realidad paralela. Volví mi mirada al león y, de nuevo a mis amigos. Ambos estaban allí y sin embargo parecían no saber de su existencia. Yo era el único nexo entre estas dos situaciones dispares. Sentí los ojos de la fiera sobre mí, eran alargados con un ribete negro muy pronunciado y pestañas como mariposas que contrastaban con su figura feroz y amenazante. Entonces me pregunté si acaso los leones eran capaces de sonreír pues no conseguía dilucidar cuál era esa expresión suya, tan desafiantemente comprensiva.

Le devolví la mueca como un fiel reflejo. Las comisuras de mis labios se elevaron con sutileza de modo que los dientes permanecieran invisibles. A medida que le imitaba me adentraba en otro mundo. Era curioso e inquietante apreciar como crecía algo nuevo en mí a raíz de un movimiento tan nimio como lo era este esbozo de sonrisa. Nuestros ojos estaban clavados los unos en los otros, se decían cosas en un idioma ininteligible para cerebros acostumbrados al lenguaje. Mis percepciones seguían evolucionando a la vez que el león y yo nos acercábamos, sino en un plano físico, en un plano desconocido. La forma de mis labios ahora estaba también en mis ojos, y en los suyos siempre había estado. No era algo que se pudiera expresar con el cuerpo, sólo sentirse a un nivel profundo. Retando a la inefabilidad de este momento podría enredarme explicando como de mi garganta surgía una alegría demoledora que crecía en forma de espiral hasta envolver por completo mi cabeza. Parecía que el detonante de esta inusual actividad emocional fueran mis propios labios que contagiados por la expresión felina habían filtrado parte de su esencia y ahora él se movía en mí.

Podría enredarme, pero era como descojonarse por dentro sin mover una pestaña; era ESTAR FELIZ y como consecuencia NO TEMER NADA.

Era extraño: dentro de mí un universo de experiencias y fuera la rutina y la normalidad que devienen de la solidez del mundo físico. Volví al universo y sentí como si hubieran pulido y abrillantado mi interior con una máquina especializada en esta tarea.  Entonces miré a la fiera salvaje y ví, por primera vez ví desde el medio de mis ojos, claro y difuso como una imagen distorsionada por el calor en la distancia, el rostro de mi amigo, tu rostro. Por supuesto que los leones no sonríen.

Corrí a abalanzarme sobre él, que se puso a dos patas para recibirme con un abrazo que me tiró al suelo. Desde ahí sentí su lengua porosa haciéndome cosquillas en la cara. No podía dejar de reír. Le agarré una de sus patas delanteras, eran cálidas y suaves a la vez que fuertes y robustas, luego su melena color tierra enredó mis manos en el afán por alcanzar su boca, su nariz, sus bigotes. Sus ojos. Ahora te reconozco y aún así no doy crédito. Tenía tantas preguntas que hacerle, que hacerte.

Sin embargo el alba estaba cerca y mis ojos se cerraban. Menos mal que él estaba allí. Me subí sobre sus anchos lomos y la bestia amiga comenzó a caminar por la ciudad con un paso ondulante e hipnotizador. Por un momento creí estar de nuevo bañándome en el mar. Sus cuatro voluptuosas extremidades se movían por turnos dibujando una loma tras otra bajo mi cuerpo, que en comparación con sus vastas dimensiones parecía diminuto. Mis manos se aferraban a su espesa melena rojiza mientras mis glúteos se dejaban masajear por los andares felinos. Las ondas relajantes llegaban hasta la cabeza, en dónde los ojos luchaban por mantener la vista firme en los árboles atrapados por el asfalto. Ahora podía oírles, las raíces pedían libertad mientras las hojas tosían sin parar. Finalmente dejé que mi cabeza se zambullese en una confusión de cabellos rojizos, castaños y dorados.

Era de día y caminaba arrastrando los pies por las calles que acababan de poner, pues bien es sabido que a altas horas de la madrugada las calles aún no están puestas. En consecuencia todo lo andado anteriormente había sido en vano. Luego de más charla hubo silencio también. De entre los edificios surgió el lugar donde reposar cumpliendo el deseo de los pies que miraban al fondo de la ciudad. Las palabras caminaban con ellos tomando forma de voces. Incluso voces dialogantes capaces de bailar en un flujo continuo y acompasado. Baldosa blanca, baldosa roja. Una caca, tres baldosas, una baldosa. Mi cuerpo se acostumbraba a la mala vida mientras mi mente casi dormida en un estado liviano no alcanzaba a hacer el esfuerzo para comprender. También reían quizá… hablaban de algo… hablaban los mismos pasos a mi vera. Las plantas de los pies doloridas y las rodillas débiles, después de horas de parranda, litros y humo llegamos al caluroso zulo.

Me desperté con el viento que silbaba entre las hojas de los árboles. No era un silbido normal, sino que pude descifrar con claridad entre esta melodía una canción de amor en la que las hojas expresaban su gozo al ser acariciadas por el viento y el viento no podía resistirse de tocarlas cada vez más intensamente. Mi cabeza estaba apoyada sobre la del león y mis brazos trataban de abarcar todo su cuello sin conseguirlo. Ya había amanecido y estábamos subiendo una montaña. Me incorporé y sentí como rezumaba el dulzor de la tierra mojada cubierta por una espesa vegetación. Predominaban los pinos y los arbustos, además de jara y romero, cuyo aroma impregnaba el ambiente llegando a marear mis sentidos. Los pájaros también se veían afectados y añadían coros a la canción del viento y las hojas. Era bellísimo. Fué. Aún sobre sus lomos cerré los ojos y de repente sentí una punzada cortante atravesando mis sienes. Empecé a escuchar interferencias, y las punzadas se prolongaron y agudizaron al son de las mismas. Entonces caí desplomada al suelo, mi tez sintió la caricia de un espeso y pegajoso pelaje. A mi alrededor había todo tipo de fauna roncando y babeando en torno al ventilador, acoplados de cualquier manera, incluso en esta alfombra. Otros se veían acomodados en el sofá, como mi amigo que ojeroso y cabizbajo buscaba algo decente que escuchar en la radio.

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