lunes, 28 de mayo de 2012

¡YA ESTÁN AQUÍ!

Y tienen banda sonora a ritmo de ska

¡SEÑORAS Y SEÑORES! ¡¡¡YA ESTÁN AQUÍ!!!
Si bien es sabido que Sevilla es una ciudad famosa por su constante ir y venir de guiris, este mes comienza la afluencia de otros visitantes, especiales y entrañables, sin cuya compañía la estancia en la ciudad-sartén de los cincuenta grados no sería tan auténtica. ¡Bienvenidas Cucarachas! Os estaba esperando, con más miedo que entusiasmo, claro. Aunque la distancia que nos separa el resto del año no es demasiada, sí lo es suficiente. Ellas vienen del submundo, son seres mutantes que se han ido perfeccionando a lo largo de los siglos convirtiéndose en los eternos supervivientes del planeta. A pesar de que digan que somos una raza superior, habría que calibrar hasta qué punto. 
Anoche la insignificancia y vulnerabilidad se apoderaron de mi raza, cuando guantes en mano y satisfecha por la productiva jornada de estudio... sí, esto hay que explicarlo, pues por fin la laboriosidad venció a lo ocioso que durante tantos años he alimentado. Ha sido todo un logro para mí, conseguir que cada cosa esté en su sitio: la ropa doblada, el suelo barrido, los apuntes colocados, la comida en sus fiambreras para unos cuántos días, la casa limpia, el facebook cerrado y los libros abiertos con el boli en la mano listo para anotar. Así me lo curré en la última semana, no obstante anoche, dispuesta y orgullosa de continuar la rutina, guantes puestos y patowc en mano, un pariente de Gregorio Samsa me saludó con sus antenas de diez centímeros desde la  bañera de menos de un metro cuadrado. Como os podéis imaginar el efecto visual fue devastador y obviamente chillé y comencé a soltar improperios y sortilegios con la ingenua intención de asustarla ¡ja! Creo que conseguí causar expectación con mis hechizos de bruja desfasada "¡Bicho de Satanás vete para atrás!" Dí una palmada y se cayó del susto al fondo de la bañera. Parecía funcionar, entonces dí otra. Una mierda pa mí, la tatara-tatara-nieta de Samsa ya había registrado aquello como algo inofensivo y se paseaba tranquila dispuesta a alcanzar la escobilla del inodoro. Pensé en rociarla con lejía, pero la imagen del hermoso -por la abundancia en carnes- coleóptero retorciéndose por la quemazón me detuvo. Creo que también influyó la idea de que igual era inmune y lo más que conseguiría era salpicarme a mí misma... tenía que aniquilarla, pero no sólo a ella sino a toda su estirpe. Justo detrás de la cortina del baño se asomó su marido, fuerte y protector para avisarme de que no estaba sola. Otro susto. Me doblaban en número ¡joder! ¿Qué podía hacer? Caminaban por las paredes y por el techo con la agilidad de un ninja... no estaba segura en ninguna parte... Necesitaba fumarme un cigarrillo. Cerré la puerta del baño concienzudamente y entré en mi habitación para buscar el tabaco. Entonces fuí consciente de la desdeñable distancia que separaba mi cuarto de los focos cucarachiles: mi habitación y el baño, pared con pared, puerta con puerta ¡Mierdra! ¡Mierdra! ¿Dónde está el tabaco? Como había ordenado todo, el hecho de no encontrarlo tirado por cualquier parte me descolocó durante el tiempo que estuve abriendo los cinco cajones existentes en mi cuchitril. Tiempo suficiente para rememorar los cadáveres que me había ido encontrando desde mi llegada a la calle Madreselva, a principios de curso. Siempre panza arriba debajo de la cama, los cadáveres. ¿De dónde saldrían? ¿Podrían hacer su aparición esta noche en vivo? Madre mía, estaba acojonada. Por fin, el tabaco, en el quinto cajón. Sin papelillos, claro. La curiosidad me llevó de nuevo a la puerta del baño, siempre se atranca, cuando se intenta desde dentro es más fácil abrir, pero desde fuera hay que cargar todo el peso del cuerpo de costado sobre la puerta y empujar. ¡una! ¡dos! ¡tres! ¡mierdra! ¡no se abre! ¡cuatro! ¡AAAAAHHHHH! ¡Puta! Cayó ¿saltando? a menos de diez centímetros de mi cara, desde el interruptor de la luz, que menos mal había dejado encendida. Sólo de imaginar que podía haber tenido que tocarlo, así, tan cerca... Qué fatiga... Convertí la fregona en mi catana, qué menos podía hacer para combatir a estos ninjas de seis peludas patas. Tiqui-tiqui-tiqui-tiqui esquiva el golpe y se atrinchera debajo del mueble de los veinte duros. Su marido no está, ojalá se haya ido a por tabaco. Aún así, la presencia oculta de la esposa me pone los pelos de punta. 
Analepsis cucarachil, me remonto al mes de marzo, serían aproximadamente las tres de la mañana cuándo inconscientemente mi sistema nervioso fue alertado por un estímulo exterior que pertubó mi sueño. Abrí los ojos tratando de entender qué me despertaba, a mí, tan plácidamente dormida, y sentí ese ruido sugerente, ese rumiar de paredes, enseguida encendí el flexo de la mesilla y cuál fué mi desazón al toparme de morros con este ser inmundo que trepaba por mi colcha con el descaro lascivo de un violador nocturno. Grité. Grité a la vez que empujé el edredón. Grité y empujé el edredón a la vez que me incorporaba en la cama. Grité, empujé el edredón, me incorporé en la cama, a la vez que una amenaza invadía mi vida en forma de escalofrío. Joder. Es sólo una cucaracha. ¿Por qué esta aversión a ellas y no a los mosquitos por ejemplo, que muerden y producen reacciones en la piel que pican y molestan?  Abrazada a mis piernas observaba desde la esquina de la cama el lado opuesto por dónde podía salir mi enemigo. Sentía que era una cuestión de vida o muerte. Una cucaracha, y yo ahí agazapada apretando el culo para no hacerme caquita. 
Necesitaba un plan para aniquilarla. Mira que he conovivido con chinches, he sido acribillada por mosquitos, día sí y día también, en la jungla tailandesa, (después de eso los autóctonos me hacen cosquillas), he comido gusanos y he visto a las niñas más hermosas de Takomepai ofrecernos cucarachas fritas y apretarlas la panza y degustar la viscosa masa blanquecina que se derramaba de su interior, he visto sus caras divertidas, equiparables a cuando nosotros comemos gominolas de pica-pica. Pero esos rostros angelicales no me tranquilizaban, aunque por unos segundos me sentí reconfortada "si esos seres delicados son capaces de ingerirlas con placer ¿qué mal pueden provocar?" Pero al recordar el tamaño y el color parduzco del enemigo volví a sentir pánico. Quizás eran distintas, no podían ser iguales a estos monstruos de la alcantarillas. Pensándolo mejor, las suyas seguro que estaban ricas, pero para mi enemigo una sartén sería clemencia. Tampoco podía aplastarla y olvidarme del tema, conocía la historia de los huevos que se reproducen y no tenía ningún spray químico para asegurarme de que morirían. Era de noche, joder, sólo quería dormir, pero me habían declarado la guerra. Asfixia. Ese era mi plan. Mis ojos escudriñaron cada rincón del proyecto de habitación que se quedó en zulo, donde había decidido vivir voluntariamente por ciento ochenta euros al mes. Encontré una pequeña bolsa de plástico. ¡Prefecto! ¡Vas a morir, puta! Me levanté, no sin antes localizar las zapatillas para no tocar el suelo con mis calcetines, y no aparté más la vista del rincón hacia el que apuntaba el extremo de colcha que yo había lanzado por los aires tras mi abrupto desvelo. Agarré la bolsa y retomé mi posición defensiva pero alerta, lista para el ataque. Silencio. Un silencio repleto de pequeños sonidos que disparaban mis sentidos. ¡Ahí estaba! La muy cerda comenzó a trepar por la ropa ya usada, pero no sucia, que apilaba en una silla a los pies de mi cama. Me repugnó hasta un órgano cuyo nombre desconozco, pero está muy al fondo de todas las vísceras. La repugnancia me consumía, pero era mi oportunidad para atacar. Hice de la bolsa un guante, de tripas corazón y me lancé a por ella. Sin miramientos ni cobardías. Nunca antes había tenido la necesidad de cazar nada, quizá una mosca por diversión, pero esto era un nivel más allá. Y lo hice, a la primera, sentí su ligero y plegable cuerpo en mi mano, separado tan sólo por una fina capa de plástico. Bendito sea el plástico, en estas ocasiones. Rápidamente, sin dejar que las sensaciones producidas por nuestro pseudo-contacto calaran en mí y con los nervios de acero dí la vuelta al plástico y lo anudé tan fuerte como pude, al menos cuatro veces. 

Ya está. La había atrapado. 

¿Y ahora qué? 

Porque la muy bicha inmunda seguía vivita y coleando dentro de la burbuja. ¿Asfixia? ¿De verdad se iba a quedar sin aire esta proeza del mundo de los insectos?

¿Y sus tíos que vinieron de visita anoche? ¿Qué pasó con ellos? Esto y más cuando termine mi fabuloso trabajo acerca de los cronotopos de Bajtín. Y no, solo para aclararlo, "cronotopos de Bajtín" no significa bichos que llevan batín en griego.

Ah! parecían tan entrañables vistas desde la televisión en la mítica película "El cuchitril de Joe"








jueves, 24 de mayo de 2012

la peor mentira ¿cuál es?

Mintió:
- Yo no creo en las relaciones.
No dijo la verdad dos veces: la segunda a él, la primera a ella.

Paseaban solos burlando con palabras la distancia hacia sus casas. Él se indignaba, no toleraba la mentira. En cambio, ella clamaba aceptarla como algo de lo más natural. Hablaba de la infidelidad como de quien se come un plato de macarrones. "Sí... verás... sucede, a veces uno tiene hambre, no sabe qué comer y se hace unos macarrones con tomate. Fácil. Económico. Tampoco hace falta poner una noticia en el periódico."

En realidad no era consciente de lo que decía, porque hablaban del dolor, de la traición, del engaño entre dos personas que tienen un acuerdo. Debatían la característica necesaria para engañar a una pareja premeditadamente. Maldad. Inteligencia. Descaro. ¿Cuánto hambre puede tener una persona así?

Qué la importaba, en el fondo ¿a ella qué la importaba eso? Él seguía indignado, mientras ella se oponía por inercia, le llamaba intransigente, como si él en un arrebato fuera a prohibir los cuernos bajo pena de muerte. No se daba cuenta de su error, de cómo la historia que ella creía secundaria había acaparado la atención de su amigo arrinconando su verdadera preocupación. De la misma manera que Emilie había inundado la cabeza de Eduardo, ahogando sus encuentros con él. Esto era lo que la indignaba hasta el intestino. Y el novio de Emilie se podía ir a cagar.

Pero, obviamente la falta de escrúpulos para planear algo así fue mucho más sugerente que el anhelo de sentirse querida de una niña caprichosa. A Eduardo también se lo pareció. Y ahora ella volvía a casa con un nudo en el pecho. Reconocía ese desasosiego del corazón, que se cerraba cuando no era honesta consigo misma. 

"No creo en las relaciones" piensa Alicia, ya sola, antes de abrir la puerta del patio. "¿no creo en las relaciones?" se repite extrañada buscando causas a tal consecuencia. Por un momento alude al recuerdo fácil de sus padres divorciados, pero inmediatamente lo descarta. Brota una lágrima por sus mejillas y se siente sola. Ojalá no creyera, así no tendría que decepcionarse cada vez que todo sale mal.

Tonta

Como un boli lleno de tinta que por más borrajetas que hagas, sólo araña el papel
Tonta.
Como un espacio infinito con la puerta cerrada.
Como la luna nueva.
Tonta, como quien tiene la llave que acciona el interruptor.
Menos tonta, 
ya enciendes la luz que en el tiempo llenará la circunferencia.
Un poco menos tonta.
La proporción exacta restada por ser consciente de tu propia tontería.

miércoles, 23 de mayo de 2012

alas de librería


Despierto para soñar por las calles con los sueños que otras mentes hicieron realidad.
Hoy me levanté valiente y acepté el desafío de los rostros tristes, con todas sus excusas para maldecir la vida. Jodeos infelices pues hoy soy fuerte para dejarme arrastrar por vuestras visiones cenagosas. Me río en vuestra cara y acometo con mis chistes, con mis gracias y mi amabilidad.
Todo fortuito, dando pinceladas de belleza que ayer tragué para ceñirme al protocolo de la ciénaga infernal. El resultado fue una úlcera y dolor de cabeza. Por eso hoy quiero que os jodáis vosotros. Por eso y porque el mundo sigue siendo bello, a pesar de vosotros, tristes rostros, a pesar de vuestra lánguida expresión.
Despierto para soñar por las calles con los sueños que otras mentes hicieron realidad.
Y llueven de mis ojos destellos de entusiasmo. Me posee la creatividad voluptuosa que emana por sorpresa de cualquier rincón. Me dejo seducir por el arte que brota de manera simple o compleja, a través del aire o de nuestras mentes. Y se me hace la boca agua paseando tus estanterías, olisqueando tus miles de cuentos ilustrados que harán de puerta y de ventana. Puedo escuchar a los pequeños y a las pequeñas saltando de mundo en mundo transformando la realidad. Ah… ¡los libros! Trampolín perfecto para vencer el vértigo a la vida, una vez olido, sentido y saboreado. Una vez que nos hemos acostado con él hasta descubrir sus puntos débiles –los de mayor placer. Una vez que hayamos entendido algo sobre el amor, en cualquiera de sus siluetas. Sólo entonces, sólo habiéndolo disfrutado, lo venceremos.
Y yo salto también, me vuelvo niña con pretensiones adultas, cuando tal vez sea una vieja con el síndrome de Peter Pan. Y me convierto en mamá, sólo para jugar con mis cachorros a crear máscaras de purpurina, a rellenar dibujos de mandalas con sales de colores. Para descubrirles las caras de la luna a través de un libro de tapas suaves y gruesas; para presentarles al Principito, mi querido amigo, que ahora surges de entre las páginas ocupando una tercera dimensión.
La verdad es que quiero ser niña otra vez, lo mire por donde lo mire, no dejo de imaginar cómo sería tener cinco años y pasear entre estas hojas. Y bucear en los dibujos que un día de grande me salvarán. Son trazos esparcidos que imaginan mil historias que otros re-imaginarán. Pequeños y  grandes acudirán para arroparse con sus páginas y de este modo podrán protegerse de la nube tóxica, que convierte los sueños en algo impalpable bajo las órdenes del látigo de la realidad. La realidad del deber y la obligación de ser rostros tristes, que si un día algo soñaron, ya dejaron de soñar. Y lo peor de todo es que a nadie ya le importa, porque a base de cemento y hormigón, de horarios y salarios –ávidos a final de mes-, pues olvidan por ejemplo, la asombrosa forma con que cada árbol pinta a sus hojas, por no hablar de la sutileza de una pluma en un animal, que no sólo es suave, sino que le ayuda a volar; o la despedida del sol envuelto en luces de fiesta, dibujando cada día un cuadro diferente sobre el techo de la tierra. Y así, inconscientes de la presencia del arte en la vida, de la inminente necesidad de la belleza para respirar. ¡Inconscientes! el alma se debilita al intentar sin nuestra ayuda palpar el sueño que nos robaron. Y nos vendieron. Y si no sabemos esto, sólo seremos esclavos del cemento y del hormigón, de los horarios y los salarios. Rostros tristes que vislumbran la sonrisa tras un pedazo de papel sucio y maloliente.
Me deshago de la piedra de la esclavitud y asciendo entre las nubes cazando imágenes de felicidad que se traducen en un hogar con muebles de madera y las alfombras coloridas de mamá, y sus cojines en el cuarto de estar. Encima de la mesita está la plantilla del mandala coloreada torpemente y a la mitad. En las paredes hay dibujos y una máscara del dios hindú con cara de elefante que brilla de purpurinas rosas y violetas. Mis cachorros corretean incordiando al jefe de la manada, que inventa historias de duendes y garrapatas que echaban carreras usando como cuadrigas a los perros rabiosos. Les tiraban de los pelos y estos se perdían entre los árboles a la velocidad de la luz. O era entre las estrellas. Y le miro a punto de estallar de la risa. Y estallo y levanto la tapa de la cazuela. Se siente el aroma rico del hinojo y el pescado, y de la sal que ola tras ola, viaja hasta nuestras narices con el sonido de la respiración del mar.
Y todo en un paseo entre las estanterías de esta tienda que abre puertas a otros mundos y por eso yo no la quiero cruzar, porque vuelvo a la ciudad y agarro mi bicicleta y echo a volar. Me mantengo en la blanca nube hasta el semáforo de la iglesia que hace esquina. Pero no, el gris del suelo me recuerda que no, como lo hace el tubo de escape de los coches que omnipresentemente atufan la ciudad. Volví a la nube tóxica. De nuevo entre sus redes pedaleo con fuerza, quiero escapar y arriesgo mi cuerpo y el de los viandantes en un ademán de sentir algo más allá. Pero más allá no hay lo mismo que detrás de los libros. Más adelante hay un autobús y un coche negro, que se sitúa ambiguamente ni detrás, ni al lado del bus. Pero deja un espacio junto a la acera, por el que quizás todo derechita quepa mi maltratada bicicleta. Y allá voy, a jugármela, segregando adrenalina, desde dónde quiera que esté la glándula, hacia la estrechez del espacio. No lo pienso, sólo quiero huir de la nube tóxica. Y chirrían mis frenos en un pis-pás, aturdidos por el movimiento inesperado del egoísta coche negro. Y me cabreo, me cabreo como hay vida y corre sangre por mis venas. Y la adrenalina se atasca en mi garganta como la bici ante el coche, y clama por ser escupida en el rostro de alguien. Y lo hago, sin vacilar.
Es un chico con un hombre viejo al lado. Seguramente le haya tocado pringar para llevar hoy a su abuelo a comer a casa de su madre. Y me preguntan si acaso me ha pasado algo. Pues claro, a todos nos pasa algo. A pesar de las buenas intenciones con las que nos convenzamos a nosotros mismos cada mañana para sacar el pie de la cama y enfrentarnos a un nuevo día. El latigazo está ahí, al acecho.