A veces –quizás siempre–, el mundo-vida Munví Dodá te habla.
Quizá siempre. Es verdad, es como una cotorra sabia que se deshace en un lenguaje mixto de letras con carne, susurros y cebolla con salsa de tropiezos y esperas a la desesperada. ¿Con o sin pereza? –no te pregunta–, pero es posible que tú le pongas miedo. El factor educativo sin el cual habría sido imposible desaprender el código y que no te atragantes a cada bocado. Qué aproveche.
Claro que... ¡estamos en Munví Dodá! somos suyoas, y no podemos escapar de sus señales y directrices. Por mucho más que menos, sumar restar, siempre es igual, osea indiferente y será: la acción de aquellos aprendices que quieren jugar a controlar nuestrosu-el juego. ¿O serán ya piezas de Munví Dodá? aquí entre nosotroas y allá, quién sabe. Jugando. Sean quienes sean ¡lo que sea! ¿qué más me da? Si está aquí en mi dualescente concupiscencia evanescente ¡Mundí Dodá haciendo peripecias!
Porque las hace. Ha tenido que aprender malabares y funambulismo e incluso Matrix Reloaded. Es que no le hacíamos ni puto caso. Ahora ya sí, inevitablemente la veréis y sentiréis y no os quedará otra que reaprender nuestrosu lenguaje. Os lo aviso porque no pasa nada. O yo, al menos, no se lo que pasa.
Pero es bonito.
Un guiño invisible,
como un sombrero aliviando el cegador sol de invierno.
.......EsCucHa & jUeGA........
domingo, 25 de noviembre de 2012
viernes, 9 de noviembre de 2012
Basado en hechos reales: Málaga, 20 de Agosto de 2011
Volviendo hacia el caluroso zulo, después de horas de
parranda, litros y humo, sentí las rodillas débiles y las plantas de los pies
doloridas. A mi vera los mismos pasos hablaban... hablaban de algo... quizá
reían también. Mi mente no alcanzaba a hacer el esfuerzo por comprender, estaba
en un estado liviano, casi dormida, mientras mi cuerpo se resignaba a la mala
vida. Una baldosa, tres baldosas, una caca. Baldosa roja, baldosa blanca. Voces,
incluso voces dialogantes capaces de bailar en un flujo continuo y acompasado. Palabras
que caminaban con nuestros pies. Pies que miraban al fondo de la ciudad
deseando que surgiera de entre los edificios el lugar donde reposar. Silencio
también, y luego más charla.
Un león en mitad del camino. ¡¿Qué digo?! Sí, sí, un león de cuatro patas, de los de la selva. Era gigantesco y hermoso, su piel brillaba con distintos matices a la luz de las farolas mientras sus frías garras arañaban las baldosas en un movimiento lento y contundente. La pura escena me estaba poniendo los pelos de punta ¡un animal salvaje paseando en soledad lejos, muy lejos de la que pudiera ser su casa! Mis órganos, antes agotados y olvidados, se revitalizaban al sentir este escalofrío punzante penetrar por todos los poros de mi cuerpo, hasta la coronilla. Me pareció despertarme de un antiguo letargo, pero no tenía tiempo de lavarme la cara. El león se dirigía hacia nosotros. Miré a mis amigos y sorprendentemente ninguno se inmutó, parecían en una realidad paralela. Volví mi mirada al león y, de nuevo a mis amigos. Ambos estaban allí y sin embargo parecían no saber de su existencia. Yo era el único nexo entre estas dos situaciones dispares. Sentí los ojos de la fiera sobre mí, eran alargados con un ribete negro muy pronunciado y pestañas como mariposas que contrastaban con su figura feroz y amenazante. Entonces me pregunté si acaso los leones eran capaces de sonreír pues no conseguía dilucidar cuál era esa expresión suya, tan desafiantemente comprensiva.
Le devolví la mueca como un fiel reflejo. Las comisuras de
mis labios se elevaron con sutileza de modo que los dientes permanecieran
invisibles. A medida que le imitaba me adentraba en otro mundo. Era curioso e
inquietante apreciar como crecía algo nuevo en mí a raíz de un movimiento tan
nimio como lo era este esbozo de sonrisa. Nuestros ojos estaban clavados los
unos en los otros, se decían cosas en un idioma ininteligible para cerebros
acostumbrados al lenguaje. Mis percepciones seguían evolucionando a la vez que
el león y yo nos acercábamos, sino en un plano físico, en un plano desconocido.
La forma de mis labios ahora estaba también en mis ojos, y en los suyos siempre
había estado. No era algo que se pudiera expresar con el cuerpo, sólo sentirse
a un nivel profundo. Retando a la inefabilidad de este momento podría enredarme
explicando como de mi garganta surgía una alegría demoledora que crecía en
forma de espiral hasta envolver por completo mi cabeza. Parecía que el
detonante de esta inusual actividad emocional fueran mis propios labios que
contagiados por la expresión felina habían filtrado parte de su esencia y ahora
él se movía en mí.
Podría enredarme, pero era como descojonarse por dentro sin
mover una pestaña; era ESTAR FELIZ y como consecuencia NO TEMER NADA.
Era extraño: dentro de mí un universo de experiencias y fuera
la rutina y la normalidad que devienen de la solidez del mundo físico. Volví al
universo y sentí como si hubieran pulido y abrillantado mi interior con una
máquina especializada en esta tarea. Entonces miré a la fiera salvaje y ví, por
primera vez ví desde el medio de mis ojos, claro y difuso como una imagen
distorsionada por el calor en la distancia, el rostro de mi amigo, tu rostro.
Por supuesto que los leones no sonríen.
Corrí a abalanzarme sobre él, que se puso a dos patas para
recibirme con un abrazo que me tiró al suelo. Desde ahí sentí su lengua porosa
haciéndome cosquillas en la cara. No podía dejar de reír. Le agarré una de sus
patas delanteras, eran cálidas y suaves a la vez que fuertes y robustas, luego
su melena color tierra enredó mis manos en el afán por alcanzar su boca, su
nariz, sus bigotes. Sus ojos. Ahora te reconozco y aún así no doy crédito.
Tenía tantas preguntas que hacerle, que hacerte.
Sin embargo el alba estaba cerca y mis ojos se cerraban.
Menos mal que él estaba allí. Me subí sobre sus anchos lomos y la bestia amiga
comenzó a caminar por la ciudad con un paso ondulante e hipnotizador. Por un
momento creí estar de nuevo bañándome en el mar. Sus cuatro voluptuosas
extremidades se movían por turnos dibujando una loma tras otra bajo mi cuerpo,
que en comparación con sus vastas dimensiones parecía diminuto. Mis manos se
aferraban a su espesa melena rojiza mientras mis glúteos se dejaban masajear
por los andares felinos. Las ondas relajantes llegaban hasta la cabeza, en
dónde los ojos luchaban por mantener la vista firme en los árboles atrapados
por el asfalto. Ahora podía oírles, las raíces pedían libertad mientras las
hojas tosían sin parar. Finalmente dejé que mi cabeza se zambullese en una
confusión de cabellos rojizos, castaños y dorados.
Era de día y caminaba arrastrando los pies por las calles que
acababan de poner, pues bien es sabido que a altas horas de la madrugada las
calles aún no están puestas. En consecuencia todo lo andado anteriormente había
sido en vano. Luego de más charla hubo silencio también. De entre los edificios
surgió el lugar donde reposar cumpliendo el deseo de los pies que miraban al
fondo de la ciudad. Las palabras caminaban con ellos tomando forma de voces.
Incluso voces dialogantes capaces de bailar en un flujo continuo y acompasado.
Baldosa blanca, baldosa roja. Una caca, tres baldosas, una baldosa. Mi cuerpo
se acostumbraba a la mala vida mientras mi mente casi dormida en un estado
liviano no alcanzaba a hacer el esfuerzo para comprender. También reían quizá…
hablaban de algo… hablaban los mismos pasos a mi vera. Las plantas de los pies
doloridas y las rodillas débiles, después de horas de parranda, litros y humo
llegamos al caluroso zulo.
Me desperté con el viento que silbaba entre las hojas de los
árboles. No era un silbido normal, sino que pude descifrar con claridad entre
esta melodía una canción de amor en la que las hojas expresaban su gozo al ser
acariciadas por el viento y el viento no podía resistirse de tocarlas cada vez
más intensamente. Mi cabeza estaba apoyada sobre la del león y mis brazos
trataban de abarcar todo su cuello sin conseguirlo. Ya había amanecido y estábamos
subiendo una montaña. Me incorporé y sentí como rezumaba el dulzor de la tierra
mojada cubierta por una espesa vegetación. Predominaban los pinos y los arbustos,
además de jara y romero, cuyo aroma impregnaba el ambiente llegando a marear
mis sentidos. Los pájaros también se veían afectados y añadían coros a la
canción del viento y las hojas. Era bellísimo. Fué. Aún sobre sus lomos cerré
los ojos y de repente sentí una punzada cortante atravesando mis sienes. Empecé
a escuchar interferencias, y las punzadas se prolongaron y agudizaron al son de
las mismas. Entonces caí desplomada al suelo, mi tez sintió la caricia de un
espeso y pegajoso pelaje. A mi alrededor había todo tipo de fauna roncando y
babeando en torno al ventilador, acoplados de cualquier manera, incluso en esta
alfombra. Otros se veían acomodados en el sofá, como mi amigo que ojeroso y
cabizbajo buscaba algo decente que escuchar en la radio.
jueves, 8 de noviembre de 2012
¿Alguien sabe qué es ser adulto?
A estas alturas ya sabréis que yo escribo, y bueno, no es la
primera vez que me encuentro con personas que juzgan a mis personajes de
comportarse como adolescentes cuando en realidad ya tienen una edad “adulta”.
Yo escribo sobre un entorno que es conocido para mí, mis personajes son la
mezcla de la gente que conozco, de las experiencias que he vivido o que me han
contado o lo que sea que me invente a partir de este cúmulo de cosas. Podría
decirse que en mi vida cotidiana manejo asiduamente unas edades comprendidas
entre los veinte y los cuarenta y tantos. Y estoy intrigada por saber a qué se
refieren exactamente estas críticas, que casualmente provienen de personas
alrededor de los cincuenta. Por eso he dedicado un tiempo a reflexionar sobre
los adultos, los adolescentes y qué tienen que ver con lo que yo vivo. Como mi
perspectiva obviamente es limitada, agradeceré cualquier comentario que la
expanda.
“¿Qué es ser un adulto?” Le preguntaba ayer a mi compañera
de piso de veintinueve años. Me contestó que básicamente consistía en tener un
trabajo, ganar dinero y no depender económicamente de los padres, por ejemplo.
Que en el caso de la mujer, si no trabaja, también se la puede considerar
adulta si es madre y se hace cargo de la casa. “Entonces no somos adultas” –nos
quedamos mirando entre la perplejidad y el alivio.
Entiendo que este concepto de “adulto” tiene que ver con las
responsabilidades. Según esto, hace diez años yo era más adulta que ahora
porque dedicaba seis horas al día a ir al instituto y otras seis a trabajar en
un bar. Además daba de comer a mis gatos. Seguía viviendo con la familia, eso
sí, pero también colaboraba económicamente. Me relacionaba con mucha gente
“adulta” alrededor de la treintena que vivían por su cuenta. La mayoría de aquellos
adultos, que se consideraban con la vida resuelta con su contrato indefinido,
lo único que quería era pasarlo bien los fines de semana. Entonces, me surge la
idea de si acaso cuando se es adulto, un verdadero adulto, se tiene la
sensación de haber llegado al máximo de uno mismo y lo único que queda es
mantenerse en ese lugar. Efectivamente de acuerdo con la RAE, una persona
adulta es aquella que ha llegado a su
mayor crecimiento o desarrollo. O sea, que hay una fase en la que ya no se
aprende nada más y uno se queda viendo el mundo evolucionar pero no es capaz de
subirse al carro PORQUE ya ha llegado al máximo de sus capacidades. Desde ahí
deben quedarse satisfechos, haciendo lo que saben que hacen bien, esperando a
la muerte. Creo que debería alegrarme de
no ser una adulta, lo cual no significa que sea una adolescente.
Reflexionando un poco sobre la “adolescencia”, aquella etapa
de conocerse a uno mismo, en la que te irritas constantemente por los
comentarios de tus padres y hay una lucha entre el poder que estos ejercen
sobre ti y la libertad que se ansía alcanzar. Todo esto con unas consecuencias "terribles" que dan lugar a la famosa “edad del pavo”. Qué se yo… te compras la Superpop, te empiezan a gustar los
chicos, pegas pósters de Nick Carter en la habitación, el vello comienza a ser
un problema, tanto si lo tienes como si no y exclusivamente los futuros machos
derraman su saliva cual aspersor hiperactivo. A parte del tema de los fluidos,
en general los amigos son lo más importante del mundo (no para sentirte
comprendida, sino para sentirte parte del grupo), empiezan los conflictos
internos, la lucha con uno mismo para ser aceptado, los novios y las novias,
las primeras relaciones sexuales (con o sin compañía) y una serie de
cosas, que sinceramente yo ya he superado. PERO no tengo trabajo, y sigo
estudiando, y mis ingresos provienen de la caridad de mis progenitores que me
aman y además son conscientes de la dificultad real existente hoy en día (hay
un paro de la ostia –por si alguien no se ha enterado) para encontrar un
trabajito. Hasta de camarera, que a los diecisiete no tenía ni que buscarlo,
hoy es complicado.
Esto es lo que hay. Un gran porcentaje de jóvenes
desocupados, unos con más suerte que otros, dependiendo esta fortuna de la de
sus familias. Y un montón de viejos gordos sentados en sus despachos decidiendo sobre nuestro futuro y que por hábito barren para su lado, sin darse cuenta de que la Tierra es redonda. Entonces, no soy la única que flota y se hunde en esta corriente
sin rumbo y sin nombre. Somos muchos en estos tiempos críticos, los que vagamos
por una post-adolescencia a la deriva, viendo
atisbos de la isla adulta sin poder alcanzar sus responsabilidades ¿Parece
un chollo? Pues no lo es: preocupación, incomprensión, frustración,
incertidumbre son los síntomas. Sin embargo esto no impide que maduremos, a
nuestra manera, desde un barco a la deriva también experimentamos la vida y nos
hacemos conscientes de cómo son las cosas. A ver, yo lo único que comprendí es
que nada tiene sentido, más allá del que cada uno le dé. Nunca se puede saber
cómo funcionan las cosas, aunque por norma general decimos que todo funciona mal, y así vamos tirando: unos se equivocan y otros se quejan. Una vez pensé
que el mundo es como una gran madeja de lana cuya hebra da vueltas atravesando
el contenido de un cubo de basura gigante, algo así.
Está claro que muchos no encajamos con el ejemplo de adulto
de la época pasada, pero también hay que tener en cuenta que somos el resultado
de un caldo de cultivo totalmente distinto. Será esto bueno, será malo... Pues como todo: es así, con sus cosillas. Esto
es lo que lo hace real, auténtico y vivible. Quizás no esté asalariada,
tampoco tengo nadie de quien ocuparme, ni un perro siquiera, comparto piso con
una amiga y sí, tengo mucho tiempo libre y mucho de ese tiempo me lo paso
frente al ordenador. Tengo veintisiete años y sigo estudiando. No soy ni tonta,
ni vaga. Me muevo a ciegas por un camino incierto que vamos pintando entre
todos. A veces tengo miedo, me siento una fracasada y me gustaría estar
trabajando de cualquier cosa. Pienso mucho y sigo soñando. Me gusta enamorarme
pero jamás viviría en pareja. ¿Soy adolescente? ¿Soy adulta? ¿Qué etiqueta le
ponemos a esta gente que estamos en el medio? ¿Acaso no tenemos derecho a
existir sólo porque los psicólogos sociales aún no nos hayan metido en la
casilla correspondiente esclarecedora del porqué de la vida? O quizás ya lo
habrán hecho…
No sé, lo único cierto es que yo voy a seguir observando el
mundo desde mis ojos y ojalá nunca llegué el momento en que crea que sé todo lo
que necesito saber. Para mí, eso es la ignorancia.
Puedo entender que les resulte chocante la manera de desenvolverse de la juventud actual (creo que la generación adulta anterior a la suya tampoco estaba muy contenta con ustedes). Será que ninguna de las anteriores generaciones tuvo tanta información a su alcance ni tanto
tiempo para asimilarla como nosotros estamos teniendo. Y sólo por esto, debo admitir que alguna vez me sentí afortunda, a la deriva, en la tormenta, en este barco sin timón.
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