En mi soledad nocturna de consuelo acariciado, en mi cuerpo
reticente al placer, me empujo fuera de este desvelado aburrimiento, fuera de
la frenética sucesión de sístole y diástole.
Fuera, en la punta de mis pechos, todo sigue redondeado. Mis
pliegues permanecen mudos. Es mi mente la única que ha hablado.
“Cualquier tontería puede desembocar en orgasmo”.
“Por favor, más no” dice una voz escondida, que pide perdón
y recuerda el dolor de... Otro.
Pero tras unos monótonos minutos automáticos de lugares
conocidos, gime y se diseca como una guarra con la boca torcida, que espasmo
tras espasmo vuelve los ojos perdiendo el control hasta dibujar una mueca
espantosa. “Oh dios mío... cuánto necesitaba... este desahogo...” se la escucha en un
hilo de voz mientras deshace el siniestro puzle de su rostro, como si poco a
poco su espíritu volviera a ella y el demonio ya se fuera. Entonces lo piensa, reboza sus sesos en
la fealdad del momento anterior. Entorna los ojos enfocando al más allá, traga saliva y al final se consuela: podría haber sido mucho peor de haberlo compartido con
otro.
Ya no quiere compartir nada con nadie, se siente fea por dentro, un monstruo incapaz de amar; de amarse a sí misma, sólo se folla.
Según emergen estas revelaciones en su pensamiento, una
pequeñísima luz se enciende, digamos en su corazón, por localizarla en un lugar
que todos conozcamos. Enciende una sonrisa que moja sus labios y de pronto
comprende algo: se da lástima.
Por eso deja caer la mano suavemente sobre su clítoris; por eso se acaricia haciendo círculos, pequeños y grandes que van envolviendo su cuerpo progresivamente
en agradables descargas de placer –escalofríos cálidos que comienzan en
una parte del cuerpo y recorren caminos invisibles hasta el hipotálamo, donde
entregan el mensaje de “ahhh...estoy agustísimo... oh... ohhh” al comandante en funciones Cerebelo Cerebrulus-.
“Esto es lo que me merezco” piensa al recibir plenamente el envío, y al instante se lleva la
mano a la boca, la humedece con abundante saliva que reparte con lentas
caricias sobre la suave piel de sus, ahora sí, erectos pezones. Con el resto
del jugo arropa ese tesoro, que cual perla de una ostra, se esconde entre sus
labios rosados y carnosos.
Y goza.
Sin pensar en nadie.
Sólo siente que se va de viaje. Se le antoja un trip
psicodélico.
Se mueve… su mano derecha vibra, queriendo alcanzar todas y
cada una de las terminaciones nerviosas que se extienden alrededor de la
membrana nacarada. Se extienden como si no tuvieran fin. Su otra mano, dedito a
dedito, se desliza de la boca a los pechos presionándolos con un gusto infantil
por lo mullido, por lo suave, por lo blando y firme.
Ambas extremidades
trabajan juntas en busca de colorines que exploten en la mente devolviéndola al pacífico
kaos del universo.
¡Oh bendita perla mía! Doy gracias a tus múltiples
terminaciones nerviosas. Te amo, sí, creo que te amo, más que a ningún hombre
que jamás te haya tocado, creo que te amo a ti.