Son las cinco de la tarde, aquí “evening” porque ya
anochece. El barrio es nuevo y necesito coger el metro en Bethnal Green, o algo
así. Cruzo el túnel y reparo en que eso es lo único que sé acerca de cómo
llegar al metro. Dos hombres, probablemente indios, caminan por la derecha
hacia mí. Hablan animadamente mientras uno de ellos se lleva el último pedazo
de una muffin de chocolate a la boca. Me dan confianza. Yo también estaba
comiendo –una rebanada de pan de molde integral-. Pongo en práctica mi inglés
universitario, esta vez con bastante éxito. Efectivamente son simpáticos. Me
dicen que también van para allá y que me una a ellos. Ya aprovecho para
averiguar cosas sobre el barrio. Les cuento que soy nueva. El más joven de
ellos me comenta que justo la zona por la que caminamos es poco segura porque
hay pocas cámaras de seguridad, mejor no aparcar el coche ahí. El más mayor, de
rostro agudo, o quizás la agudeza proceda de sus lentes finas y redondas, se interesa por mi,
por mi profesión, por lo que hago aquí, lo que quiero hacer, por qué no estoy
en mi país, cuál es mi país… Yo le contesto sin pensar mucho en la respuesta,
todavía me cuesta el inglés y me concentro más en la corrección gramatical de
mis oraciones simples y subordinadas con verbos atributivos o transitivos, con
objeto directo o indirecto, o ambos. Sí, le comenté que en “is pain” era
profesora y que aquí hago smoothies. El hombre, rebuscando en todos los bolsos
de su traje y de su gabardina, me dijo que me iba a dar su tarjeta porque, no
sabía, pero quizás me pudiera ayudar. Yo no entendía muy bien qué pasaba pero
le di las gracias. El otro, el joven, rellenó el silencio de búsqueda de
tarjeta informándome de que ese hombre era muy bueno, se dedicaba a las
finanzas y había sido su profesor de economía. Seguimos caminando. Para ser
sincera yo estaba bastante emocionada por haber conocido a una eminencia de las
finanzas que quería ayudarme. Por fin el
hombre me entrega su tarjeta, la miro sin ver, doy las gracias de nuevo y me la
guardo en el bolsillo de mi abrigo rojo. Entonces viene la pregunta, la pregunta
clave de la vida, posiblemente, y que yo contesté con lo primero que se me vino
a la mente, pero que estoy segura que venía del corazón o del alma o de ese
lugar que escondo porque digo ¿para qué? ¿a quién coño le importa esto? Pues se
lo dije al maestro de las finanzas, que seguramente es, no sé si al que menos
le importaba, pero sí una de las personas más ajenas a saber cómo gestionar la
información. Aunque de todas formas, era un maestro y como tal me ha dado qué
pensar. La pregunta era ¿cómo te ves tú en la vida en un futuro, digamos de
cinco años? Sí, es la típica pregunta de las entrevistas de trabajo en la que
tienes que demostrar que posees ambición y quieres escalar puestos en la
empresa y dices subiendo la ceja y torciendo un poco la boca: “me veo con más
responsabilidades, dentro de cinco años
habré desarrollado muchas de mis capacidades y podré tener a muchas personas bajo
mi mando, me veo como un directivo, con un alto cargo”. Bueno, pues yo también
he pensado a lo grande, lo grande para mí, claro. He dicho, me veo llevando a
cabo un proyecto mío. El hombre se ha interesado mucho. ¿Ah, tienes un
proyecto? Le podría haber dicho que sí, que tengo un montón que nunca termino,
pero he preferido parecer más seria diciéndole que sólo era uno, es decir que
estaba concentrada en una sola cosa. Tengo un proyecto que se llama Taller de
Imaginación, está orientado a niños, pero también tengo ideas para aplicarlo a
adultos. Que ¿en qué consiste? Se trata de crear un ambiente creativo en el que
predomine el juego y los participantes usen su imaginación en distintas
situaciones a las que serán expuestos. El hombre permanece pensativo. Mientras,
seguimos andando y yo me doy cuenta de que no he prestado atención al camino,
que es casi de noche y que no voy a
saber volver más tarde. Después de cruzar un paso de cebra el hombre me
pregunta ¿pero por qué crees que es importante que la gente utilice su
imaginación? De nuevo, sin pensar y deduzco que alentada subconscientemente por
la sobredosis de mundo frenético que me envuelve, le contesto que para
desconectar del mundo. El hombre abre la boca, comienza una frase que no
termina. Su joven amigo se para. Hemos llegado a Bethnal Green. Yo sonrío para
darle las gracias por haberme guiado pero enseguida devuelvo la mirada al
maestro de las finanzas. Su boca ya se ha cerrado y tiene el gesto de continuar
su marcha. Tengo la sensación de que iba a decir algo importante, una
información, un juicio de valor erudito sobre lo equivocado de mis ideas, un
consejo quizás, una revelación… pero no dice nada, mueve su mano en dirección
opuesta a mí en señal de que se marcha. Yo intento retenerle, les pregunto qué
van a hacer ahora, si tienen prisa. Van a la oficina, se van, es definitivo. No
hay información para mí.
Bajo las escaleras del metro pensando en el Taller de
Imaginación. Me gusta mucho esa idea. La tuve hace tiempo, pero fue el año
pasado cuando decidí desarrollarla, con bibliografía y todo. Aunque leí
bastante no pasé de escribir cuatro páginas. Pero lo tengo guardado en la
carpeta de proyectos (si esto me sirve de consuelo). Seguí pensando, como
supongo que inevitablemente y por desgracia hacemos casi todos, en qué habría
pensado el hombre de mí. Que qué beneficios económicos iba a producir la
imaginación. Que era una idea que no valía nada y que había malgastado una
tarjeta conmigo. Luego pensé en su
pregunta, hacía buenas preguntas el tipo, ¿por qué creía que la imaginación era
importante para las personas? Antes dije para desconectar del mundo, creo que
en realidad quería decir para desconectar del miedo. En los últimos días he
tenido bastantes miedos. Miedo a quedarme en la calle. Miedo a no tener dinero.
Miedo a fracasar. Pero miedo también a triunfar y cambiar. Miedo a dejar de ser
yo –ego haciendo ruido en el preámbulo de su muerte-. El miedo es imaginación.
No existe. Nosotros lo creamos. Por eso pienso que un taller de imaginación
puede ser muy útil. Utilizando la imaginación, haciéndonos conscientes de que
es una herramienta a nuestra disposición nos volvemos, mucha gente diría
poderosos, yo digo nosotros mismos, pues el cerebro es nuestro, es normal que
sepamos utilizar sus herramientas de manera beneficiosa para nosotros. Por
ejemplo, si tú tienes un coche y sabes que el volante está conectado con las
ruedas, cuando quieras girar las ruedas a la derecha ¡¡¡no moverás el volante a
la izquierda!!! Eso sería de zolopendrio, muy bien. Pues si tienes imaginación
¡¡¡tampoco la uses para sabotearte la vida!!!
Quizás el maestro de las finanzas no me diera ninguna respuesta
pero me formuló la pregunta adecuada!
Dando vueltas a este rollo de la imaginación he caído en la
cuenta del misterio que la envuelve. De cómo a través de ella podemos saltar de
una situación a otra. De un estado de ánimo a otro como por arte de magia, como
accionar el interruptor de la luz. Por ejemplo, el otro día estaba en el metro,
un agujero en pleno agosto pero sin cielo, la gente tiene prisa… ya sabéis cómo
es aquello. Yo estaba hasta la polla, o hasta el coño o la coronilla o todos
juntos, ese día o en ese momento, arriba del todo de unas escaleras mecánicas infinitas
y con una inclinación vertiginosa. No sé qué me habría pasado, probablemente
sólo estaba cansada y quería volver a casa pronto y cenar y no tener que
compartir mi espacio vital con cientos de personas con las mismas ganas que yo
de llegar a su casa, entre empujones, resoplidos y olores desagradables. De
repente y sin venir a cuento erguí mi postura, saqué pecho y cerré los ojos.
Decidí que prefería estar en la cima de un acantilado y sí, sentí el viento
dándome una buena bofetada de aire fresco. Luego me lancé al mar de cabeza, con
ese movimiento sensual de sirena que ondula el culo respingón y escamoso para
una vez dentro del agua saludar con la cola. Qué frescura y qué liviandad poder
nadar por encima de todas las personas que caminaban bajo el suelo. Conmigo
avanzaban tortugas marinas y peces de colores haciendo burbujas de aire. Antes
de que pudiera darme cuenta de que no tenía branquias ya había llegado mi tren
y yo estaba sonriente disfrutando del viaje, todavía flotando en mis recuerdos
imaginarios, impregnada de sensaciones que realmente había vivido.
En otra ocasión, recuerdo que estaba totalmente agotada, un
día loco de beber mucho café y comer poco, patearse la ciudad bajo la lluvia
sin paraguas mirando ratoneras a precios de yate con piscina y pensar ¿pero
dónde coño me he metido? Ya en el metro, rodeada de desconocidos completamente
ajenos a mis sufrires, me repliego sobre mí misma enumerando quejas de todo lo
que no me gusta, una cosa detrás de otra y cuándo se termina vuelvo a empezar,
pero quizá haciendo un salteado y concentrándome más en una de las cosas que
antes había pasado un poco por alto y luego vuelvo a resarcirme con aquella y
bueno, no sé si lo habréis probado, pero una se puede tirar así horas con el
prodigioso resultado de que el pequeño copo de nieve después de rodar por toda
la montaña se ha convertido en una temible avalancha de mala ostia… pues justo
en ese momento previo a la explosión se apagan las luces del metro, aminora la
velocidad y se oyen ruidos de maquinaria que se choca. Nos paramos. Por unos
segundos pienso lo peor. Una bomba. Ahora todo explota, salimos volando entre
las piedras y adiós muy buenas. Entonces veo a dios y sí, me lo imagino barbudo
y de blanco –por más que me empeño en trabajar mi imagen de dios como un ente
sin género- el caso es que le veo y se está partiendo el culo, señalándome con
el dedo y diciéndome ¡esto era la vida albita! ¡un chiste! ¡ja ja ja ja ja…! Y
se ríe a carcajadas. Está sentado en su trono que es una silla de madera marrón
oscuro encima de una nube sobre un fondo azul obviamente cielo y la toga se le
ha caído hacia dentro de tanto golpear el suelo y darse palmadas en la pierna
entre carcajada y carcajada, de modo que puedo ver su pantorrilla, no tiene un
solo pelo, o a lo mejor son blancos. ¡Todo es un chiste, tonta! Sigue riendo. Un chiste y yo aquí overthinking a todo trapo
¡¡¡para nada!!! Porque vamos a acabar todos en el mismo sitio, pienso mientras
dios sigue descojonándose en mi cara. Inmediatamente vuelven las luces, el
metro se pone a funcionar de nuevo, coge velocidad y yo… yo sonrío y dejo de
dar vueltas a cosas que posiblemente no merezcan tanta importancia, porque
puede que la vida sea un chiste y aunque no lo fuera, los que se ríen ¡eso que
se llevan!